| |

DOSSIER Sionismo: matriz de un sistema global de dominación

Introducción

El sionismo no es una ideología más.
No es un proyecto nacional, ni un refugio para un pueblo perseguido.
Es una empresa colonial planificada, nacida en los salones de la Europa imperial y cristiana, financiada por élites financieras, impuesta por la fuerza, legitimada con lágrimas.

Desde su origen, este proyecto no buscó la coexistencia, ni siquiera la supervivencia.
Buscó la dominación.
Dominación sobre una tierra. Sobre un pueblo. Luego sobre una región. Después sobre los relatos. Finalmente, sobre las instituciones y sobre el mundo.

El sionismo construyó un Estado fundado en el despojo y la violencia, y extendió sus tentáculos mucho más allá de Palestina.
Infiltra gobiernos, manipula medios, controla narrativas, dicta guerras, orienta sanciones, silencia artistas, humilla pueblos.
Utiliza la memoria del Holocausto como arma. Convierte toda crítica en blasfemia. Transforma cada voz disidente en “antisemita”, cada palestino en “terrorista”, cada masacre en “defensa legítima”.

Hoy el sionismo ya no es solo una ideología.
Es un régimen global. Un aparato. Una red. Una máquina.

Y esa máquina mata.

Mata en Palestina. Mata en silencio. Mata con el dinero de Europa, con las bombas de Estados Unidos, con la complicidad de las monarquías árabes y la cobardía de las Naciones Unidas.
Mata a los niños de Gaza, a los poetas de Jenin, a periodistas, a médicos, a madres.
Mata las palabras. Mata la verdad. Mata la esperanza.

Este dossier es una respuesta a esa máquina.
Una contranarrativa. Una anatomía del poder. Un llamado a la ruptura.
Es hora de nombrar al enemigo. De exponerlo. De desmantelarlo.

No por odio.
Sino por liberación.

1. El sionismo no es el judaísmo

El sionismo es una ideología política nacida oficialmente en 1897 en Basilea, Suiza, durante el primer Congreso Sionista convocado por Theodor Herzl. Este periodista austrohúngaro propuso la creación de un Estado judío independiente como solución al antisemitismo europeo. El congreso de Basilea marca el inicio de un proyecto estructurado cuyo objetivo era establecer una entidad estatal judía en Palestina, entonces bajo control del Imperio Otomano.

Desde sus orígenes, el sionismo se inscribió en una lógica colonial. Se basa en la idea de un derecho exclusivo de retorno para los judíos sobre una tierra ya habitada. Previó la compra o el despojo de tierras, la expulsión de poblaciones locales y la creación de un Estado étnico basado en criterios raciales, lingüísticos y religiosos.

Contrariamente al discurso promovido por el Estado de Israel y la mayoría de los medios occidentales, el sionismo no es una continuación natural del judaísmo. Representa, por el contrario, una ruptura ideológica profunda. El judaísmo es una religión diáspora, apolítica, centrada en la ley, la transmisión y la espiritualidad. Durante siglos, mantuvo una relación simbólica con la Tierra Santa, sin intención de conquista militar ni soberanía territorial. El sionismo rompe con esa tradición. Propone una solución política, laica y nacionalista que transforma una identidad religiosa en un proyecto estatal.

Desde el inicio, este proyecto encontró una fuerte oposición dentro de las comunidades judías. El movimiento obrero judío Bund, muy influyente en Europa del Este, denunciaba desde principios del siglo XX el carácter burgués, racista y reaccionario del sionismo. Promovía la emancipación de los judíos a través de la lucha de clases, no mediante el exilio territorial. En el ámbito religioso, movimientos como Neturei Karta o Satmar, aún activos hoy, condenan el sionismo como una herejía. Según su interpretación, solo el Mesías puede restaurar Israel, y cualquier intento humano en ese sentido constituye una rebelión contra Dios.

La ideología sionista aprovechó la Segunda Guerra Mundial y la Shoá para acelerar su proyecto. A pesar de que sus líderes fueron en gran parte ineficaces o ausentes frente al exterminio de los judíos europeos, el movimiento sionista utilizó el genocidio nazi para obtener legitimidad internacional. La memoria de la Shoá fue instrumentalizada como herramienta diplomática, palanca emocional y argumento de autoridad. Desde entonces, toda crítica al proyecto sionista es sistemáticamente reducida a antisemitismo, en una confusión voluntaria que bloquea cualquier debate racional.

Esa confusión es uno de los pilares del régimen de impunidad del que goza el Estado de Israel desde su fundación. Permite criminalizar la solidaridad con el pueblo palestino, censurar a las voces judías disidentes y transformar una crítica política legítima en un delito de opinión.

La distinción es fundamental. El sionismo es un proyecto político nacido en la Europa del siglo XIX. El judaísmo es una religión milenaria. Confundirlos es reproducir un discurso propagandístico. Distinguirlos es rechazar la amalgama, proteger la memoria y restablecer la verdad histórica.

2. La creación del Estado de Israel: mito fundacional y limpieza étnica

El Estado de Israel no fue fundado por un milagro, ni como resultado de un “retorno ancestral”, y mucho menos sobre una tierra vacía. Fue establecido por la fuerza, mediante una guerra planificada, una estrategia de limpieza étnica y un respaldo internacional obtenido a través de presiones diplomáticas, alianzas geopolíticas y manipulación narrativa.

En 1947, la Asamblea General de las Naciones Unidas adopta el plan de partición de Palestina (Resolución 181), que propone la creación de dos Estados: uno judío y otro árabe. Este plan asignaba a los sionistas el 55 % del territorio, a pesar de que representaban solo un tercio de la población y poseían menos del 7 % de la tierra. La mayoría árabe palestina rechaza este proyecto, percibiéndolo como una imposición externa que legaliza el despojo.

Inmediatamente después de la adopción del plan, las milicias sionistas —Haganá, Irgún y Lehi— lanzan una ofensiva sistemática. Entre noviembre de 1947 y mayo de 1948, realizan más de 200 operaciones militares destinadas a expulsar a la población palestina, destruir aldeas, sembrar el terror y tomar el control de territorios más allá de los límites asignados por la ONU. Esta campaña, conocida por los propios historiadores israelíes como el “Plan Dalet”, constituye la base de una limpieza étnica deliberada.

El 9 de abril de 1948, la masacre del pueblo de Deir Yassin, en la que más de cien civiles palestinos fueron asesinados, marca un punto de inflexión. Las masacres se multiplican, el pánico se extiende, y cientos de miles de palestinos huyen bajo amenaza de muerte. En mayo de 1948, cuando David Ben Gurion proclama unilateralmente la independencia del Estado de Israel, más de 300 000 palestinos ya han sido desplazados. Comienza la Nakba: la catástrofe.

Entre 1947 y 1949, más de 750 000 palestinos son expulsados, más de 500 aldeas destruidas, y sus habitantes tienen prohibido regresar. Las tierras son confiscadas y se aprueban leyes para legalizar retroactivamente el robo. Esta política no fue un efecto colateral. Fue una estrategia planificada, como lo demuestran las investigaciones de historiadores israelíes críticos como Ilan Pappé, quien habla sin ambigüedades de limpieza étnica.

La guerra de 1948 no fue una guerra defensiva. Fue una guerra de conquista. Y continuó en 1956, 1967, 1973, 1982 y hasta hoy. Cada conflicto ha servido para expandir el territorio, consolidar el apartheid y reforzar el control regional. Cada alto al fuego ha legitimado la impunidad.

La creación de Israel se presenta como un acto de justicia histórica. En realidad, fue uno de los crímenes políticos más graves del siglo XX: un Estado fundado sobre el despojo, la expulsión y el negacionismo.

Hasta hoy, el derecho al retorno de los refugiados palestinos es negado en abierta violación de la Resolución 194 de la ONU. Los palestinos viven en el exilio, bajo ocupación militar o encerrados en guetos administrativos. Y todo esto sigue siendo presentado como una “democracia”.

La narrativa fundacional del Estado de Israel oculta una verdad esencial: no fue un nacimiento, fue una sustitución forzada. No fue una redención, fue una limpieza.

3. La influencia sobre Estados Unidos: lobby, dinero, guerra

Desde la década de 1960, Israel ejerce una influencia sin precedentes sobre la política exterior de Estados Unidos. Esta relación no se basa en valores compartidos ni en vínculos históricos, sino en una estrategia sistemática de infiltración de los centros de poder, en el control financiero de instituciones clave y en la instrumentalización del Holocausto como herramienta diplomática y moral.

El principal instrumento de esta influencia es el AIPAC (Comité de Asuntos Públicos Estados Unidos-Israel), una organización de lobby fundada en 1951. Aunque oficialmente es independiente, en la práctica funciona como una extensión directa de los intereses del Estado israelí dentro del Congreso estadounidense. AIPAC no se limita a presionar a los legisladores: selecciona candidatos, financia campañas, orquesta ascensos y caídas en función del alineamiento con la agenda proisraelí. Ningún otro país en el mundo posee un dispositivo de presión política tan eficaz y permanente sobre el poder legislativo de Estados Unidos.

Cada año, Israel recibe más de 3.800 millones de dólares en ayuda militar estadounidense. Estos fondos se aprueban sin debate, sin condiciones y sin importar las violaciones de derechos humanos documentadas. En paralelo, Estados Unidos utiliza sistemáticamente su poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para bloquear cualquier resolución crítica contra Israel, incluso en casos de masacres comprobadas. Esta relación no es de alianza, es de subordinación. La maquinaria diplomática, militar y mediática de la mayor potencia mundial está al servicio de un Estado extranjero.

La influencia sionista no se limita a la política institucional. Se extiende a Hollywood, a los grandes medios de comunicación, a los think tanks, a las universidades y a las plataformas de financiamiento político. Organizaciones como CAMERA, ADL o StandWithUs se dedican a vigilar, fichar e intimidar a periodistas, académicos y activistas que cuestionan la versión oficial israelí. La crítica a Israel es marginada y criminalizada, mientras que las voces palestinas son sistemáticamente deslegitimadas o invisibilizadas.

Desde los atentados del 11 de septiembre, la agenda militar estadounidense se ha alineado aún más con los intereses estratégicos de Israel. La guerra de Irak, impulsada con base en falsedades, fue promovida activamente por neoconservadores cercanos al aparato de seguridad israelí. Los planes de ataque contra Irán, las campañas de desestabilización en Siria, las sanciones contra el Líbano y el apoyo a las monarquías del Golfo convergen hacia un objetivo central: garantizar la supremacía regional de Israel, incluso al precio de la destrucción del equilibrio en todo el Medio Oriente.

A cambio, Estados Unidos no recibe más que dependencia, desgaste y pérdida de legitimidad.

Esta no es una alianza estratégica: es una colonización invertida.

Un sometimiento cuidadosamente construido, donde la ayuda fluye en un solo sentido, donde los principios son suspendidos y donde la soberanía estadounidense es sacrificada en nombre de un Estado racista, colonial y en guerra perpetua.

El imperio estadounidense ha hincado la rodilla ante Israel. Y el mundo entero paga las consecuencias.

4. El proyecto del Gran Israel: anexión, apartheid, caos regional

La expansión territorial del Estado de Israel nunca se limitó a las fronteras de 1948, ni siquiera a las de 1967. El sionismo político, en su versión dura y original, siempre ha llevado implícita una ambición mayor: la construcción de un “Gran Israel”, desde el Nilo hasta el Éufrates. Este imaginario geopolítico, aunque rara vez se proclama abiertamente, estructura las políticas de ocupación, anexión, fragmentación regional y control estratégico que Israel implementa desde hace más de setenta años.

Tras la guerra de 1967, Israel ocupa militarmente Cisjordania, Jerusalén Este, Gaza, los Altos del Golán y la península del Sinaí. Esta victoria transforma radicalmente el equilibrio regional y abre paso a una colonización masiva. Las colonias no son asentamientos aislados: son infraestructuras estatales. Carreteras exclusivas, redes de agua separadas, zonas militares, puestos de control. Cada colonia es un puesto de avanzada del apartheid, un enclave de poder, un instrumento de dominación.

A pesar de las resoluciones de Naciones Unidas, las condenas de la Corte Internacional de Justicia y las advertencias de numerosas organizaciones de derechos humanos, la colonización nunca se ha detenido. Al contrario, se ha acelerado bajo todos los gobiernos, sean laboristas o de extrema derecha. Hoy, más de 700 000 colonos israelíes viven ilegalmente en Cisjordania y Jerusalén Este. Están armados, protegidos por el ejército, subvencionados por el Estado, y gozan de total impunidad. El proyecto de un Estado palestino soberano es ya una ficción diplomática.

En Gaza, Israel aplica otro modelo: el encierro absoluto. Desde 2007, el bloqueo convierte la Franja en un territorio asfixiado, sin agua potable, sin electricidad continua, sin acceso libre a medicamentos ni materiales de construcción. Cada intento de resistencia es aplastado con bombardeos masivos, asesinatos selectivos y ofensivas militares devastadoras. El uso de armas prohibidas, como el fósforo blanco, los ataques a hospitales, escuelas y convoyes humanitarios, hacen de Gaza un laboratorio de guerra a cielo abierto.

El proyecto del Gran Israel no se limita a Palestina. Se sostiene sobre una estrategia regional de fragmentación calculada. Al desestabilizar a sus vecinos, al intervenir militar o indirectamente, Israel mantiene su rol como potencia dominante en un Medio Oriente debilitado. La anexión de los Altos del Golán sirios, reconocida por Estados Unidos en 2019, es parte de esta lógica de expansión legitimada por el hecho consumado.

En la práctica, Israel ya ha anexado gran parte de Cisjordania. El derecho internacional ha sido suspendido, las diplomacias occidentales son cómplices o cobardes, y las instituciones internacionales han perdido toda autoridad.

El proyecto del Gran Israel no es una teoría marginal. Es una realidad territorial, militar y política. Se basa en la destrucción de una sociedad, la negación de un pueblo y la imposición de un orden racial.

Mientras este proyecto no sea desmantelado, no habrá paz, ni justicia, ni estabilidad en la región.

5. Sionismo globalizado: redes de influencia y alianzas autoritarias

El sionismo no se limita a un territorio ni a una población. Se ha transformado en una doctrina geopolítica exportable, adaptada a regímenes autoritarios, élites económicas y aparatos de seguridad en todo el mundo. Desde Europa hasta África, desde América Latina hasta las monarquías del Golfo, Israel se ha impuesto como modelo para los Estados que desean controlar, vigilar, militarizar y reprimir. Esta red de alianzas se basa en una lógica clara: comercializar la tecnología del apartheid, intercambiar impunidad por impunidad.

En Europa, la influencia israelí se manifiesta a través de estructuras comunitarias que actúan como brazos políticos, como el CRIF en Francia o el BICOM en el Reino Unido. Estas instituciones funcionan como lobbies de poder, filtrando los debates públicos, organizando campañas de difamación contra voces críticas y presionando en los nombramientos clave en medios y política. En Francia, toda crítica a Israel es inmediatamente reducida a antisemitismo, sin importar su contenido ni su autor. Esta confusión es sostenida activamente por leyes, decretos y asociaciones estrechamente ligadas al poder, en violación de la libertad de expresión y del derecho a la información.

En el mundo árabe, el sionismo ha encontrado aliados estratégicos entre las dictaduras y las monarquías. Los Acuerdos de Abraham, firmados con Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Marruecos y Sudán, no son tratados de paz. Son pactos de control. A cambio de cooperación tecnológica y respaldo diplomático, Israel obtiene reconocimiento político que normaliza su régimen de apartheid. A su vez, estos regímenes importan herramientas de vigilancia masiva, ciberespionaje y control social. La normalización no se firma entre pueblos, se firma entre servicios de inteligencia.

En África, Israel despliega una estrategia agresiva de penetración diplomática, comercial y militar. Exporta sistemas de vigilancia, entrena fuerzas de seguridad, respalda gobiernos autoritarios, mientras accede a recursos naturales estratégicos y votos en la ONU. El modelo israelí se integra en las lógicas neocoloniales ya existentes. Refuerza las élites locales, protege los intereses de las potencias occidentales y debilita a los movimientos populares.

En América Latina, Israel ha respaldado sistemáticamente a las dictaduras militares, desde Argentina hasta Colombia. Proporciona armamento, asesores, drones y software de espionaje como Pegasus. Coopera activamente con unidades represivas, fuerzas policiales y agencias de inteligencia. En Brasil, Jair Bolsonaro elogió abiertamente a Israel como ejemplo. En Colombia, exmilitares entrenados por el ejército israelí asesoran a élites en la represión de protestas sociales. El sionismo se convierte en una tecnología de poder al servicio de la contrainsurgencia global.

En todos estos contextos, el objetivo es el mismo: neutralizar la disidencia, criminalizar la resistencia y blindar la impunidad de las élites. Israel exporta el know-how del apartheid como una solución de seguridad global. Ofrece una narrativa, una metodología, un arsenal. Se convierte en el eje de convergencia entre autoritarismo, vigilancia y capitalismo represivo.

El sionismo globalizado no es una teoría. Es un sistema. Una infraestructura de influencia. Un mercado político-militar. No solo aplasta a Palestina. Destroza también las posibilidades de democracia en todo el planeta.

6. El genocidio palestino: crimen a cielo abierto, silencio global

Lo que ocurre en Palestina no es un conflicto. No es una guerra. No es una operación militar. Es un genocidio. Un proceso metódico, planificado, asumido, cuyo objetivo es borrar a un pueblo, su memoria, su tierra, su futuro.

Desde octubre de 2023, el ejército israelí ha llevado a cabo en Gaza una campaña de exterminio que supera todos los límites. Más de 35 000 muertos, en su mayoría niños. Hospitales bombardeados deliberadamente. Maternidades arrasadas. Periodistas asesinados. Familias enteras sepultadas bajo los escombros. Ningún lugar es seguro. Ninguna tregua se respeta. No hay línea roja que detenga la maquinaria.

Las cifras no alcanzan a mostrar la magnitud. Los testimonios describen cuerpos de niños calcinados, barrios enteros reducidos a polvo, heridos rematados por francotiradores, civiles atrapados entre tanques y drones. Israel emplea fósforo blanco en zonas densamente pobladas, bloquea la entrada de ayuda humanitaria, corta el agua, la electricidad, el combustible. Convierte la vida en tortura y la muerte en rutina.

Las imágenes llegan en tiempo real. Las ONG alertan. Los médicos claman. Naciones Unidas protesta con tibieza. Y sin embargo, las potencias occidentales siguen enviando armas, municiones y apoyo político. La Unión Europea financia la ayuda humanitaria con una mano y avala las masacres con la otra. Estados Unidos provee bombas, tecnología y vetos diplomáticos.

El derecho internacional está suspendido. La Corte Penal Internacional, paralizada. Términos como “apartheid”, “limpieza étnica”, “crímenes de guerra” ya no bastan. Se trata de un genocidio en curso. Uno que sus autores anuncian públicamente. Ministros israelíes piden abiertamente borrar Gaza del mapa, deportar a toda su población, cortar la ayuda hasta que el pueblo “ceda”. Algunos hablan de una “solución final”. Nadie los detiene.

Este genocidio también es mediático. Las plataformas censuran los testimonios palestinos. Los grandes medios repiten el lenguaje oficial israelí: “ataques quirúrgicos”, “errores trágicos”, “tensiones”. Ocultan a las víctimas, banalizan la masacre, invierten los roles. Transforman a los asesinos en víctimas, a los niños asesinados en “daños colaterales”.

En 2024, matar a un niño palestino ya no conmociona. Se ha vuelto paisaje. Ruido de fondo. Una estadística. Ese es el verdadero triunfo del sionismo: convertir el horror en normalidad.

El genocidio palestino no se detendrá por falta de armas. Solo se detendrá cuando los pueblos del mundo rompan la armadura de la impunidad. Cuando dejen de mirar hacia otro lado.

Ya no se trata solo de denunciar. Se trata de frenar una máquina de muerte. Ahora.

7. Resistencia y dignidad: el pueblo palestino frente al exterminio

Desde hace más de setenta y cinco años, el pueblo palestino enfrenta uno de los sistemas de opresión más sofisticados, más violentos y más prolongados de la historia contemporánea. Sin embargo, a pesar de las expulsiones, los muros, las cárceles, las bombas y el hambre, resiste. Resiste con las armas, con la palabra, con el cuerpo, con la memoria. Resiste porque no tiene alternativa.

La resistencia palestina no se reduce a las imágenes de cohetes ni a los enfrentamientos armados. Toma múltiples formas: huelgas generales, manifestaciones, protección de los olivos, preservación cultural, testimonios de supervivientes, poesía, educación clandestina, transmisión oral. Es una lucha por existir en un mundo que quiere negar incluso el nombre de su dolor.

En los campos de refugiados de Líbano, Cisjordania y Gaza, generaciones enteras crecen con la llave de la casa destruida colgando del cuello. Esas llaves no son recuerdos. Son declaraciones políticas. Una promesa de que nada ha terminado. Que el retorno es un derecho, no un sueño.

Más de 6 000 presos políticos palestinos —entre ellos niños— constituyen la columna vertebral de la resistencia. Torturados, aislados, juzgados sin garantías mínimas, se convierten en símbolos vivos. Cada liberación es una victoria colectiva. Porque encarnan lo que más teme el ocupante: la firmeza.

Las mujeres desempeñan un papel central en la resistencia. Organizan, protegen, educan, curan, enfrentan a los soldados. Crían hijos entre ruinas, continúan cocinando, escribiendo, contando historias. Son la continuidad del pueblo.

La resistencia palestina también es literaria, artística y espiritual. Se niega al olvido. Vive en los libros de Ghassan Kanafani, en los poemas de Mahmoud Darwish, en los grafitis de los muros de Naplusa, en las exposiciones de refugiados en Londres o Ramala. Está donde un palestino narra lo que le fue arrebatado.

Este pueblo vive bajo ocupación, bajo bloqueo, bajo amenaza constante. Y aun así, sigue diciendo no. No a la anexión. No al apartheid. No a la desaparición.

El sionismo aún no ha comprendido que la resistencia palestina no se mide por su arsenal ni por su presupuesto. Se mide por su apego, su memoria, su dignidad. Es una respuesta profundamente humana ante una maquinaria de exterminio.

Cada niño que grita, cada anciano que permanece, cada madre que llora, cada palabra árabe prohibida, cada piedra lanzada, cada oliva cosechada, es un acto de resistencia.

Y mientras ese pueblo siga de pie, el proyecto sionista no habrá triunfado.


8. Lo que debemos hacer: nombrar, romper, resistir


Ya no hay lugar para los matices.
Lo que enfrentamos no es un exceso, ni una desviación, ni un abuso. Es un sistema. Una arquitectura política fundada sobre el despojo, el racismo, la represión y la mentira. Un sistema con nombre propio: sionismo.

El sionismo no es una opinión. Es una máquina de guerra.
No es un proyecto de coexistencia. Es una estrategia de exclusión.
No es una protección para los judíos. Es una toma de rehenes identitaria al servicio de un Estado militarizado.
No se trata de reformar este sistema. Se trata de desmantelarlo.

Romper con el sionismo implica, primero, romper con el lenguaje del opresor.
Dejar de hablar de “conflicto” para describir una ocupación.
Dejar de hablar del “derecho a defenderse” para justificar masacres.
Dejar de “condenar la violencia de ambas partes” cuando solo una bombardea, coloniza y mata de hambre.

Implica romper con la confusión deliberada entre sionismo y judaísmo.
Rechazar la equivalencia impuesta entre antisionismo y antisemitismo.
Reafirmar que criticar a un Estado racista no es odiar a una religión.
Y recordar que las primeras víctimas del sionismo también fueron judíos: anticolonialistas, universalistas, silenciados o exiliados.

Romper implica cortar con las complicidades.
Romper con los gobiernos que arman a Israel y lo protegen diplomáticamente.
Romper con los medios que reproducen su propaganda.
Romper con las ONG que se niegan a nombrar el genocidio.
Romper con las empresas que lucran con el apartheid.

Romper también implica actuar.
Boicot total a los productos israelíes.
Desinversión en empresas cómplices.
Sanciones a responsables políticos, militares y empresariales.
Apoyo al movimiento BDS.
Respaldo público a las voces judías antisionistas.
Defensa de artistas, intelectuales y periodistas censurados.

Implica reconstruir un frente internacional de solidaridad.
Unir a los pueblos oprimidos. Conectar luchas. Tejer puentes entre los bantustanes de Cisjordania, las favelas de Brasil, los guetos de Francia, los campos de refugiados sirios, las ZAD europeas. Porque el sionismo no está aislado. Está en el corazón de un dispositivo global de control.

Finalmente, implica mantener viva la memoria de los crímenes.
No perdonar lo que nunca fue reconocido.
No olvidar lo que sigue ocurriendo.
No permitir que los asesinos escriban la historia.

Palestina no está sola. Es nuestra brújula.
Cada bomba sobre Gaza pone a prueba nuestra humanidad.
Cada niño palestino asesinado mide nuestra cobardía o nuestro coraje.

Tenemos que elegir. Ahora.
O colaboramos.
O resistimos.

G.S.

Similar Posts

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *