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Colombia: la reforma laboral desfigurada, la calle como último recurso

Párrafo introductorio
Tras meses de obstrucción orquestada por las élites políticas y económicas, el Congreso colombiano aprobó una versión desfigurada de la reforma laboral. Vacía de contenido, traicionada en sus principios, esta reforma ya no es del pueblo. Es una advertencia histórica: si no defendemos nuestros derechos en las calles, serán sepultados en las comisiones. En Colombia, 6 de cada 10 trabajadores no tienen contrato formal. ¿Qué queda cuando la ley abdica? Ha llegado la hora del paro nacional.

Un Frankenstein legislativo cosido a puerta cerrada

Impulsada por el Ministerio del Trabajo y respaldada por una coalición de sindicatos, académicos, colectivos feministas y movimientos sociales, la reforma laboral era una de las piedras angulares del proyecto político de Gustavo Petro. Buscaba corregir décadas de flexibilización salvaje, precariedad crónica y desmontaje sistemático de las protecciones sociales.

Pero el texto fue desmembrado sesión tras sesión por un Congreso en manos de quienes se han beneficiado del orden neoliberal. Cada comisión amputó una parte esencial del proyecto: eliminación de artículos contra los despidos arbitrarios, rechazo de los avances para los trabajadores de plataformas, distorsión de los horarios nocturnos.

Tomemos un ejemplo: María, repartidora de Rappi en Medellín, tenía la esperanza de una afiliación a la seguridad social, de una remuneración digna, de un derecho a la desconexión. Hoy, todo ha desaparecido. Seguirá arriesgando su vida en una moto, sin contrato, sin seguro, por unos cuantos pesos.

Esto ya no es una reforma: es un remiendo técnico, inofensivo para el capital, inoperante para los más vulnerables. Un cuerpo vacío de aliento. Una política necrófila, como habría dicho María Mercedes Carranza.

Un Congreso al servicio del poder económico

“En Colombia, el poder legislativo no legisla para el pueblo, gestiona los privilegios de una minoría”, advertía Gloria Gaitán en El miedo a la participación. Las últimas deliberaciones del Congreso son prueba contundente de ello. Lejos de defender el interés general, los congresistas impidieron cualquier transformación estructural, obedeciendo a las cámaras de comercio, a las multinacionales y a las familias políticas tradicionales.

Una encuesta del Instituto Datexco revela que el 68 % de los colombianos apoya una reforma laboral con protecciones reforzadas. El Congreso votó contra esa voluntad mayoritaria. Se aísla, se atrinchera, se convierte en una fortaleza de intereses particulares.

Iván David Ortiz Palacios, en Memoria narrada, narración de una historia, describía este fenómeno como un “genocidio político silencioso”, donde se eliminan las esperanzas de cambio a través del desgaste burocrático, la corrupción y la manipulación institucional.

A quienes hablan de diálogo y compromiso, hay que responderles con hechos: este Congreso rechazó más del 80 % del contenido original de la reforma. Negó su extensión a mujeres, jóvenes, trabajadores informales y rurales. Impuso una visión empresarial, tecnocrática, asimétrica. Eligió su bando: el del lucro sobre la vida.

La calle, único espacio de democracia real

Lo anticipó Noam Chomsky: “Cuanto más se excluye al pueblo del poder, más necesario se vuelve fabricar el consentimiento”. En Colombia, esa mecánica está bien aceitada: se hambrea, se reprime, se divide y luego se acusa de sedición a quien protesta.

Pero la historia reciente del país nos enseña una lección crucial: la calle pesa más que mil curules. En 2021, el pueblo paralizó al Estado y obligó al poder a retroceder. Hoy no se trata solo de protestar, sino de reclamar el espacio político que nos ha sido negado.

El llamado al Paro Nacional no es simbólico. Es vital.

No es una opción. Es un deber cívico. No es un tema partidista. Es una cuestión de dignidad. Como escribió Eduardo Galeano: “Los derechos no se mendigan, se conquistan”.

Detrás de cada avance social en este país ha habido sangre, miedo, gritos. Esta reforma debe convertirse en la chispa de un levantamiento cívico, popular e irrefrenable.

Una batalla de civilización

Más allá de los artículos y los porcentajes, lo que está en juego es una confrontación entre dos modelos de sociedad: uno capitalista, desbordado, patriarcal, basado en la explotación y el desprecio social; otro que reivindica derechos, justicia social y soberanía popular.

Como lo formuló Gustavo Petro en Una vida, muchas vidas: “El poder económico no le teme a un presidente, le teme a un pueblo organizado”.

Rechazar este Frankenstein legislativo es más que un gesto político. Es un acto de supervivencia colectiva. Es negarse a ser una variable de ajuste, una celda en Excel, una cifra en un boletín corporativo.

Como escribió Frantz Fanon: “Cada generación debe, en relativa oscuridad, descubrir su misión, cumplirla o traicionarla”. La nuestra está clara: devolverle la dignidad al trabajo.

Conclusión: ¡de rodillas, jamás!

Colombia tiene una opción: callarse y morir lentamente en la sumisión. O levantarse, juntas y juntos, para defender la dignidad que merecemos.

Debemos marchar por los millones de invisibles. Por las madres solas. Por la juventud sin horizonte. Por los viejos que se desechan. Por las víctimas del silencio. Por quienes sólo tienen su trabajo para sobrevivir.

Sumémonos al Paro Nacional.
Hagamos temblar el poder con nuestras voces.
Defendamos la reforma laboral. Y más allá, defendamos la posibilidad de una Colombia justa.

Si no hacemos la historia ahora, la escribirán contra nosotros.

G.S.

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