Elitismo, racismo, impunidad
María Jimena González Amaya, o el rostro perfecto del desprecio de clase
“En Colombia, los apellidos matan más que las balas.” — Gaitán
Bogotá, Club El Nogal
Desde la primera frase, el escenario lo dice todo: Bogotá, el Club El Nogal. No es solo una anécdota. Es el epicentro simbólico del privilegio. Una burbuja donde el poder se protege, se reproduce y se permite todo. Lo que allí se dice no es casualidad: es doctrina social en voz alta.
Un espacio reservado a quienes no pisan Soacha ni toman TransMilenio. Allí, entre canapés y contratos, se desliza una frase como una daga:
“Esa indiamenta no tiene nada que hacer aquí.”
La autora: María Jimena González Amaya.
Abogada. Árbitra de la Cámara de Comercio de Bogotá. Egresada de Los Andes. Figura de la justicia privada.
Y ahora, símbolo perfecto de la podredumbre de las élites colombianas.
No fue un desliz. Fue una declaración de guerra social
Lo que salió de su boca refleja lo que miles de ciudadanos perciben cada día:
el odio visceral, activo, estructurado de la clase alta colombiana hacia todo lo que huela a pueblo, a origen popular, a diferencia.
El término “indiamenta”, usado para atacar al exalcalde Daniel Quintero, no es un simple insulto. Es el eco moderno de la colonia, de las castas, de la limpieza de sangre.
Es la negación absoluta de la humanidad del otro.
Y cuando esa violencia viene de alguien con poder institucional, judicial y económico, no es una falta de respeto: es un crimen social.
María Jimena González Amaya: una casta con nombre propio
Según datos públicos de la Cámara de Comercio de Bogotá, María Jimena González Amaya ha sido designada como árbitra en más de 35 casos de alta complejidad, especialmente en sectores como infraestructura, minería, telecomunicaciones y contratación estatal. Su firma aparece vinculada en directorios internacionales como Chambers & Partners, lo que confirma su presencia en los círculos más cerrados del arbitraje corporativo.
No es solo una abogada. Es parte de una casta jurídica que legisla desde el privilegio y resuelve desde el desprecio.
“Indiamenta”: una palabra con historia criminal
Como escribió María Mercedes Carranza en El canto de las moscas: “La palabra indio aún arde en los labios del poder”. Y arde porque no se ha erradicado: se ha institucionalizado.
Decir “indiamenta” en Colombia no es solo usar un insulto: es revivir una herida que nunca cerró. Es dictar desde la lengua la pertenencia o el exilio.
Desde la colonia hasta hoy, la palabra “indio” ha sido utilizada como sinónimo de incivilizado, sucio, ignorante. A pesar de ser mayoría, los pueblos indígenas y mestizos han sido arrinconados por una élite blanca que se cree heredera de España, de Europa y ahora también de Estados Unidos.
Durante el siglo XX, esta violencia se volvió costumbre en la política y los medios. Alfonso López Michelsen llamaba “desadaptado” a Gaitán y a su pueblo. Los “niches”, “cholos”, “indios”, siguen siendo objeto de burla en televisión, clubes privados y tribunales.
“Indiamenta” no es un exabrupto: es una categoría. Un sistema de exclusión en una sola palabra.
El Club El Nogal: templo del privilegio colonial
Construido sobre las ruinas simbólicas del atentado de 2003, El Nogal se reconstruyó como lo que siempre fue: un refugio de clase, una fortaleza de apellidos, un búnker social para quienes viven convencidos de que el país les pertenece.
En sus pasillos no circula la diversidad, sino la exclusión. Las reuniones no son mesas democráticas, sino pactos cerrados. Todo está pensado para filtrar: el acento, la ropa, el origen. No se trata solo de membresía: se trata de linaje, de contacto, de herencia.
Allí, el poder habla sin filtros. Allí, el racismo no es tabú, es tradición. Decir “indio”, “cholo”, “niche” en broma no es una excepción: es el léxico habitual del desprecio cotidiano, blindado por el silencio de los iguales. No hay cámaras. No hay prensa. No hay consecuencias.
El Club El Nogal no es un club: es un Estado paralelo donde el clasismo es norma y el odio de clase se brinda con vino importado.
Racismo estructural con acento bogotano
Este bloque social, político y mediático se consolidó durante la última década, especialmente a partir del sabotaje sistemático a los Acuerdos de Paz. Allí convergieron los apellidos de siempre, los medios concentrados, las universidades privadas, los fondos de inversión y los bufetes de arbitraje.
Desde las editoriales de Semana hasta las declaraciones del Centro Democrático, se construyó un relato de odio de clase donde lo popular es sinónimo de peligro, y el mestizaje es tratado como una amenaza a la “cultura del mérito”.
María Jimena González Amaya no está sola. Es parte de una casta que se reproduce, se protege y se purifica entre sí.
Feminismo blanco: el silencio que también mata
¿Y las redes feministas? ¿Dónde están?
Las que marchan con pañuelos verdes, las que exigen paridad, las que se indignan con razón ante cada micromachismo… pero guardan un silencio sepulcral cuando el clasismo y el racismo emergen desde dentro de su propio círculo social.
El feminismo blanco colombiano ha construido un relato donde la mujer víctima ideal es rubia, universitaria, urbana, víctima de su pareja o del sistema… pero nunca indígena, negra o campesina. A las otras mujeres, las que limpian sus casas, les cuidan los hijos o nacieron en las periferias, no las consideran sujetas de lucha, sino objetos de asistencia, de lástima, o peor: de invisibilidad.
El racismo también es violencia patriarcal. El clasismo también mata. El silencio de las iguales también es cómplice.
No basta con ser mujer para representar justicia. No basta con citar a Simone de Beauvoir si se desprecian los acentos costeños o las raíces indígenas.
Quien desprecia al pueblo, aunque lleve falda y hable de equidad, es parte del problema. Y debe ser nombrada.
Reacciones: redes ardientes, medios silenciosos
Un tuit de la periodista Claudia Morales fue contundente: “Llamar ‘indiamenta’ a alguien en 2024 no es solo clasismo: es colonialismo puro. Y quienes lo dicen desde el privilegio deben responder”.
La influencer María Paulina Baena también reaccionó en su cuenta de Threads: “No hay reforma judicial posible mientras el racismo se sirva con whisky en los clubes.”
Incluso desde sectores del derecho, algunas voces emergieron. Un comunicado de la Red Jurídica Popular denunció la legitimidad estructural del racismo en espacios cerrados de conciliación, señalando que “mientras el pueblo es juzgado, la élite negocia su impunidad entre tragos y apellidos”.
La prensa que calla no es neutral: es cómplice. El periodismo de élite no informa: encubre.
Justicia privada, impunidad pública
En Colombia, más del 80 % de los arbitrajes privados se concentran en Bogotá, y la mayoría de estos son controlados por cinco firmas que reparten entre sí los litigios de mayor cuantía. Entre ellas figuran nombres como Brigard & Urrutia, Gómez-Pinzón, Philippi Prietocarrizosa, Lloreda Camacho, y Cavelier Abogados.
La Cámara de Comercio de Bogotá, lejos de ser un órgano técnico neutral, actúa como garante institucional del negocio jurídico entre élites. Una justicia sin jueces, sin transparencia pública, sin posibilidad de apelación popular.
El arbitraje se vende como neutralidad, pero funciona como blindaje. Blindaje para grandes empresarios, para bancos, para grupos extractivos. Y dentro de ese sistema, figuran nombres como el de María Jimena González Amaya.
¿Qué justicia es posible cuando el desprecio es parte del procedimiento?
¿Dónde están las consecuencias?
En 2021, una árbitra de Medellín fue retirada del registro nacional de conciliadores por compartir en redes una opinión sobre el Paro Nacional. El procedimiento sancionatorio duró menos de 48 horas.
Hoy, frente a una expresión de odio racial dicha en público, no hay comunicado, no hay investigación, no hay decisión.
Lo que dijo González Amaya no es un lapsus. Es un manifiesto de clase.
Y el sistema, en vez de castigarla, la protege con su silencio.
Conclusión: nombrar, exponer, desmantelar
María Jimena González Amaya no es un caso aislado. Es la cara visible, el síntoma descarado de un sistema que desprecia a los de abajo y calla cuando uno de los suyos se delata.
Por eso la denuncia no debe cesar.
Porque lo que está en juego no es solo una frase: es el país que nos quieren imponer. Uno donde la “indiamenta” siga callada, donde el insulto sea regla, y la justicia una operación entre iguales.
Queremos memoria.
Queremos justicia con nombre propio.
Como en el pasado, cuando la historia se abrió a fuego y dignidad, cuando Gaitán señaló a la oligarquía y el pueblo encendió la ciudad, no olvidaremos.
Los apellidos no pueden quedar impunes...
G.S.