Pepe Mujica, el hombre que nos devolvió el orgullo de ser humanos
Pepe Mujica ha muerto. Y algo en nosotros se ha derrumbado. Como un faro apagado en una noche sin luna, dejando que las olas de la mediocridad se estrellen sin guía contra los acantilados de nuestra época. Como un viejo roble abatido en el claro de nuestra conciencia. No fue un político. No fue un presidente. Fue una brújula moral. Una voz desnuda en un mundo saturado de ruido. Una luz rara en una era infestada de marionetas. Su desaparición no es un hecho: es un seísmo. Hemos perdido a uno de los últimos seres humanos que no traicionaron nada. Ni a su pueblo. Ni a su juventud. Ni a su alma.
Vivía como pensaba. Gobernaba como vivía. Y pensaba como amaba: libremente, radicalmente, humanamente. En un mundo donde todo se compra, él era incorruptible. En un mundo de poses, él era presencia viva. No era un mito: era la prueba de que la verdad puede existir en el poder.
De la guerrilla a la República: el hombre de las 13 sombras
Conoció la cárcel, no las celdas doradas. Trece años de aislamiento, tortura, muros impregnados de locura. Intentaron quebrarlo. Lo enterraron vivo. Le robaron la juventud. Pero no su amor. Mujica salió de la oscuridad sin sed de venganza. Pudo odiar. Pudo despreciar. Pudo cerrarse. Eligió construir. Eligió escuchar. Lo que soportó, pocos seres humanos lo habrían sobrevivido. Lo que perdonó, pocos dirigentes lo habrían asumido. Volvió a la superficie con una planta frágil entre las manos: la esperanza. Y la resembró, sin odio, en la tierra uruguaya.
Una pobreza voluntaria que abofeteaba a los ricos
En un mundo donde cada elegido se atiborra apenas ocupa el cargo, Mujica vivía con menos que la mayoría de los obreros. Una chacra de chapa, un escarabajo destartalado, una perra de tres patas. No fingía ser pobre: lo era. Por elección. Por coherencia. No predicaba la sobriedad: la encarnaba con la fuerza serena de un profeta campesino. Su cuenta no brillaba, pero sus manos estaban limpias. Mujica no llevaba corbata: llevaba las cicatrices del pueblo. No tomaba la palabra: devolvía la voz a los humillados.
Decía: “No soy pobre. Pobres son los que necesitan mucho para vivir.” Esa frase es una granada en la boca de todos los corruptos. Un incendio en los salones dorados. Una bofetada a todos los falsos rebeldes que sueñan con un SUV eléctrico y un Rolex ecológico.
El discurso en la ONU que dinamitó la modernidad
En 2012, ante las corbatas estériles de la ONU, Mujica lanzó una bomba suave: “Hemos sacrificado las viejas culturas en el altar del consumo.” No leía fichas. Leía en nuestro vacío. Hablaba del amor, del tiempo, del planeta. Denunciaba la codicia, la deshumanización, el progreso que destruye. En esa tribuna mundial, no propuso un tratado. Propuso una revolución interior. No defendió una política: propuso una vida. Un arte de vivir. Una negativa.
Un presidente sin palacio, sin Rolex, sin traiciones
Cuando fue elegido presidente, el mundo pensó que era una broma. ¿Cómo podía gobernar un país ese hombre de botas embarradas? Justamente. Gobernaba porque no quería gobernar. Dirigía porque no deseaba dominar. Hablaba porque no tenía nada que vender. Mujica nunca estuvo en el poder: estuvo al servicio. Ni un centavo robado. Ni una promesa traicionada. Legalizó la marihuana, protegió a los campesinos, defendió a los homosexuales y rechazó las alfombras rojas. Demostró que se puede ser presidente sin ser un parásito.
El faro de los insurgentes del siglo XXI
Mujica no fue solo un dirigente. Fue un mito tangible. Una utopía encarnada. Un viejo guerrillero con un corazón más grande que todos los manuales de ciencia política reunidos, que nunca supieron igualar en la carne del mundo real. Para los jóvenes zapatistas, los anarquistas, los decrecentistas, los militantes de las favelas, fue un hermano del alma. Cargaba con su rabia, pero sin odio. Con su desesperanza, pero sin resignación. Mujica no fue una moda. Fue un referente. Una línea en el horizonte. Una promesa viva de que se puede seguir siendo fiel a uno mismo hasta el final, sin volverse un canalla.
Un espejo brutal para la escoria del poder
Cada selfie de Macron, cada berrido de Milei, cada verborrea de Bukele, cada sermón cínico de Netanyahu, cada eructo de Bolsonaro se revelan por lo que son cuando los miramos a la luz de Mujica: farsas grotescas. Mujica los desarmó a todos sin nombrarlos. Les arrancó la máscara simplemente viviendo de pie. No denunciaba: encarnaba la alternativa, como una hierba tenaz que brota en una grieta del cemento, desafiando la violencia del asfalto con la sola fuerza de su coherencia viva. No se indignaba: existía de otro modo. No exigía el cambio: él mismo era el cambio, bruto, total, inofensivo y sin embargo explosivo. Mujica no hacía campaña: hacía quedar mal a todos los demás.
Epitafio para un gigante
Pepe Mujica no ha muerto. Ha pasado de nuestro mundo a nuestra leyenda. Como los torrentes en la memoria de las montañas, su nombre sobrevivirá a todos los imperios y a todos los impostores. Ya no es un hombre: se ha convertido en un lema. Vivir de pie. Amar libremente. Morir sin haber traicionado. No deja un vacío: deja una deuda. La deuda de nuestra propia coherencia. De nuestro propio compromiso. No es un modelo a copiar. Es un reto a asumir. Un espejo tendido a cada uno: ¿soy aún digno de creer? ¿de soñar? ¿de actuar?
Pepe, compañero, padre, hermano, guía: gracias. Gracias por cada palabra. Cada silencio. Cada negativa. Cada mano tendida. Gracias por mostrar que la política puede ser poesía, que la rebeldía puede ser ternura, que la pobreza puede ser grandeza.
Fuiste más que un hombre. Fuiste una brújula. Una prueba. Una llama.
Y esa llama, la mantendremos viva hasta el final. En América Latina, un hombre intenta hoy reavivar esa luz: Gustavo Petro. Quien nunca ha ocultado su admiración por Pepe, intenta, pese a los muros levantados contra él, prolongar esa fidelidad al ser humano, esa política del corazón y de la dignidad…
Gabriel Schwarb